Cuando un
matrimonio se divorcia, ese vínculo que habían construído como pareja que es el
cimiento sobre el cual se siguió edificando la familia con la llegada de los
hijos, se separa y quedan desvinculados entre ellos como cónyuges aunque no
como padres, vale decir que el vínculo parental subsiste mientras que el
conyugal se disuelve. Sin embargo, la experiencia muestra que en numerosas
oportunidades no solo la conyugalidad se disuelve sino también el vínculo del
hijo con el padre no conviviente, quien pasa a ocupar un lugar periférico en
relación a la vida de sus hijos, cuya cotidianeidad y decisiones del día a día
no lo tienen como protagonista parental, quedando instaurada de hecho una
patria potestad compartida desde lo legalmente establecido, pero monopolizada
desde la experiencia emocional de los hijos.
Cuando la
batalla conyugal por el reconocimiento de los hijos se libra a expensas de la
parentalidad bien ejercida, la victoria se torna pírrica para ambos bandos, que
no consiguen comprender que en este rol parental juegan para el mismo equipo,
que no es otro que el de esos hijos que decidieron gestar y de cuyo bienestar
psicoemocional son responsables de por vida.
Las contiendas
legales previas en donde las incriminaciones son de ida y vuelta terminan
judicializando la relación paterno filial hasta transformarla en una intrincada
trama vincular que incluye a los letrados de ambos como parte de los lazos
vinculares post divorcio.
Esta ecuación
tan habitual debería ser reformulada no solo por los protagonistas de los
desvínculos matrimoniales, sino por todos aquellos que formamos parte del
entramado profesional que asiste a los divorcistas, propendiendo no solo al
establecimiento de lo justo legal sino también a lo equitativo emocional.
He tenido
frente a mí en numerosas ocasiones parejas en proceso de divorcio, como así
también a ex cónyuges en conflicto post divorcio y en cada una de esas
oportunidades siempre los acompañé a transitar un buen desanclaje vincular
minimizando los daños afectivos a los hijos, que suelen ser los testigos
desprotegidos del naufragio marital.
Es posible
divorciarse en buenos términos? me preguntó en su primera entrevista una mujer
joven madre de dos hijos en edad escolar… y recuerdo haberle respondido que dependía
de lo bien que cada uno de ellos se llevara con los términos, vale decir con
los finales.
Un divorcio es
en sí la terminación de un vínculo, es un punto final para un acuerdo de dos
que puede disolverse por la voluntad de uno y salvo que el final sea también
acuerdo de dos, siempre habrá uno disconforme con la voluntad del otro y
si éste no ha hecho aún el aprendizaje
de soltar lo que ya no es, seguramente su tristeza se vestirá de rabia y saldrá
a buscar algún letrado que demuestre ante algún juez de familia que aquél cuya
voluntad fue terminar con este vínculo es culpable… de qué?... de su dolor, de
su angustia, de su desilusión, de su tristeza y de su herida narcisista que
reclama para sanar una sentencia que declare culpable al que ya no quiere continuar,
precisamente… de no querer…
Un absurdo
emocional que lejos de reparar erosiona lo que haya quedado en pié de ese
vinculo que ya no es lo que fue, pero que puede transformarse con el tiempo y
con trabajo personal en algo nuevo positivo y enriquecedor para los hijos que
pueden aprender de esta lección de vida no elegida por ellos, que
desvinculación no es ruptura y que divorcio no es enfrentamiento.
La verdadera
victoria post divorcio es la revinculación con los hijos desde la unión que el
rol parental implica y la abdicación de los egos personales malheridos en
beneficio del bien mayor que son esos hijos que juntos, eligieron gestar aún
sabiendo que si amor pasaba ellos quedarían.
Analia Forti
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