domingo, 24 de enero de 2010

EXTRACTO DEL LIBRO "CUENTOS PARA DARSE CUENTA" AUTOR: ANALIA FORTI EDITORIAL CATHEDRA

El hombre que quería ser

Apenas eran las 10: 30 de la mañana y las tres plantas del edificio donde funcionaba el Banco de las Américas ya estaban atestadas de clientes haciendo interminables filas frente a las cajas y mostradores.
Una nueva jornada comenzaba para Pedro, una más, una de tantas, pero no se quejaba, en definitiva su cargo de personal de seguridad bancaria le aportaba la cuota de poder que él necesitaba para sentirse valioso, útil, necesario.
Recorría los pasillos del subsuelo, donde el público se agolpaba en interminables hileras humanas, con la cadencia de quien conoce el terreno y la omnipotencia que le confería el uniforme, este uniforme , el de hoy día, tan diferente de aquél de antaño en la escuela secundaria, el cual le quedaba tan distinto a todos los demás, a causa de su ancestral sobrepeso.
Pedro no había cambiado demasiado, con su metro noventa y sus 120 kilos mal distribuidos, sus mejillas sonrosadas eternamente por el exceso calórico y sus facciones poco agraciadas, continuaba evitando los espejos, como ayer, en tiempos de su insegura adolescencia, etapa en la que adolecía de todo, pero más que nada de autoestima.
Muchas veces, en sus fugaces escapadas al toilette, se encontraba a solas consigo mismo y solía decirse lo mucho que había cambiado su vida desde su llegada al banco.
Atrás habían quedado aquellos días de humillación, en los cuales se sentía una nada, un fracaso, ya no era “el gordo”, ya nadie se burlaba a su paso, por el contrario ahora lo respetaban, su tarea era mantener la seguridad dentro del banco y la ejercía con avidez.
Cada noche, de regreso a su casa en Floresta, maravillaba a su madre, viuda desde hacía 10 años, con variados relatos acerca de su actividad de ese día, sobre la joven que a pesar de su advertencia insistia en utilizar su teléfono celular dentro del banco, de la señora que se negaba a realizar un depósito por el cajero automático e insistia a pesar de las largas filas en hacerlo por ventanilla, del cadete que en actitud sospechosa revolvía su bolso buscando sin encontrar algún papel y así, frente a la escucha atenta de su madre transcurria la cena de dos, solitaria, triste y vacía, que los reunia desde sus 18 años, cuando su padre había abandonado este mundo, para alivio de su madre, víctima de constantes maltratos físicos y para su propio alivio, por la impotencia que le ocasionaba no poder defenderla de tan brutales ataques, que ella intentaba silenciar culpando al alcohol y deslindando la responsabiliadad de su marido.
Pero era el momento de acostarse, el más temido por Pedro cada día de su vida, porque en aquél preciso instante, en ese en que tenía que quitarse su traje azul marino del uniforme de seguridad, desprender su credencial identificatoria y volver a ser Pedro, ahí, reaparecía de lo profundo “el gordo”…aquél que lo atormentara durante años y lo persiguiera como una sombra errante, recordándole que no era aquello que aparentaba ser.
Debido a esto, Pedro apuraba el trámite tortuoso de desvestirse, se hundia en su cama de soltero y se forzaba a recordar su actuación laboral de ese día, hasta entrar en el letargo profundo del sueño reparador, hasta que las luces del día le devolvieran esa identidad prestada que lo revivía cada mañana.
Todas, menos aquella… la de ese 15 de noviembre…
Ese día amaneció como tantos otros, se sentó en el borde de la cama hasta tomar fuerzas para desplazarse hasta la ducha, tomó su baño habitual y emprendió la ceremonia del traje azul marino, con su camisa de ese día, nívea y prolijamente acomodada por su madre, quién cuidaba su lavado y planchado como si se tratara del atuendo papal.
Una fugaz mirada al espejo, asegurando evitar cortes en su rostro causados por la rasuración de esa mañana, unos mates compartidos con su madre y la eterna espera de la línea 85 que aparecía en simultáneo con varias unidades o lo dejaba en compás de espera por largos espacios de tiempo.
Como cada jornada, Pedro arribaba al banco a las 9: 30, media hora antes de la apertura al público, tomaba posesión de su handy, colocaba cuidadosamente su auricular sobre el oído derecho y aguardaba pacientemente la hora 10 minuto cero, para comenzar su tarea.
En los primeros 30 minutos de esa mañana, todo se desenvolvia normalmente, con esa normalidad casi enloquecedora que inundaba de tedio la rutina de observar a la gente, controlar sus comportamientos y estar atento a la detección de cualquier movimiento extraño o violación a las normas del banco.
Pedro disfrutaba su labor, a pesar de lo repetitiva y tensionante que pudiera resultar para algunos de sus compañeros.
Él había encontrado la manera de sobrellevar aquellas horas implementando un juego, así caminaba en línea recta hacia alguna persona de las hileras, como si se dirigiera a ella precisamente, para luego desviar su camino al ver la inquietud aparecer en el rostro de la víctima elegida.
Se regodeaba fascinado en el poder de su rol, se sentía temido, amenazante, sancionador, portador de la ley.
Increpaba a quienes utilizaban sus teléfonos móviles, …” Buenos días señor, no se puede usar celular en el banco”… decía al tiempo que se colmaba de placer al ver dibujarse la vergüenza y el miedo en la cara del transgresor.
La autoridad lo subyugaba, el poder lo extasiaba…
Fue en uno de esos juegos, cuando al acercarse a un joven que de espaldas atendía una llamada en su móvil, sintió el peso de un pasado que deseaba olvidar.
“Gordo …!!!” lo nombró el joven dándole una palmada en su brazo izquierdo, justo al costado de su credencial… “ Qué hacés acá…? Soy Ponce, no te acordás de mí…? “
Pedro sintió que sus piernas flaqueaban y su cuerpo recibía una oleada de adrenalina, se repuso y en una fracción de segundos retomó el control de sí mismo y de la situación.
Imperturbable y haciendo oíos sordos al comentario, con firmeza en la voz soltó su frase preferida “… Buenos días señor, no se permite el uso de telefonía celular dentro del banco…” y así intentó emprender la retirada en la creencia de que el joven no persistiría en su abuso de confianza.
Otra vez, “Gordo…! Ponce soy! Che! no hace tanto que terminamos el secundario… no te acordás de mí…? “ …
Pedro ya había perdido la calma, Ponce!, justo Ponce tenía que estar en la casa central esa mañana, precisamente él, el autor de sus días de infierno, su torturador oficial durante los 5 años del comercial, su denigrador personal…
Los recuerdos se sucitaban en su memoria uno tras otro, sin pausa, sentía que ya no controlaba la situación, había que actuar, alguien debía callarlo antes que para hacerse recordar comenzara a citar vivencias de otros tiempos.
“ Señor, guarde su celular y continué con su espera”, rugió ya determinado a ponerle fin a la escena, y comenzó a caminar en sentido opuesto a Ponce.
Pero Leonardo Ponce seguía siendo el mismo de otros tiempos, intrépido y desafiante, una vez más intentaba humillarlo pero esta vez no estaba dispuesto a permitirlo.
Ponce se salió de la fila y lo siguió, tomándolo por el brazo para insistir en ser reconocido… Pedro sintió la amenaza en su sangre y antes de tener un intervalo lúcido pulsó la alarma desde su handy.
A partir de allí todo fue confusión y caos, hombres de seguridad aparecían de todos los sectores, intentando sujetar a Ponce que aturdido seguía tratando de explicar…
Policía Federal llegaba al lugar, la gente se dispersaba asustada y Ponce no cesaba en su intento de aclarar la situación.
Algunos minutos transcurrieron antes de que impactara aquél disparo certero sobre el pecho de Ponce.
Varias horas pasaron antes de que Pedro regresara a su casa , pero esta vez con una historia para ocultar.
Aquella noche Pedro durmió vestido con su traje azul marino y la credencial pendiendo de la solapa del saco.
Estaba decidido… ya no permitiría que nadie volviera a quitarle su nueva identidad…

Analia Forti

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